miércoles, 11 de octubre de 2017

Hombres que sueñan



Un hombre tropieza al bajar del autobús y al levantar la vista ve a una mujer sonriendo. El gesto le hace dar dos pasos hacia atrás, pero la multitud que se baja con él lo empuja de nuevo hacia adelante. La mujer sigue riendo, permanece inmóvil pese a la multitud que se abalanza con pasos duros hacia ella. Por Dios, piensa él, es una locura. El alud de pasos parece sepultarla o eso cree ver él, quien a empujones se abre paso hacia atrás, huyendo de su presencia, es decir de su sonrisa, es decir de su verdad.
Se detiene a respirar lejos de la multitud; aún siente un leve temblor en sus manos. Camina despacio, disimulando tranquilidad. Tropieza con otras multitudes que le devuelven una mirada áspera. Necesita verse el rostro, siente ya un leve hormigueo jugar sobre sus labios e instalarse en la comisura de la boca. El parque, a lo lejos, se yergue con árboles raquíticos y centinelas. No, no puedo claudicar ahora, piensa mientras aprieta el paso. Comienza una lluvia ligera que le ensucia los zapatos. Los rostros duros le ven tras las gotas que caen. Por primera vez siente no ser indiferente a ellos, esos ojos vacíos le buscan, lo retratan con insistencia.
Alcanza a llegar al parque. Duda en seguir hacia el norte o buscar a un centinela y explicarlo todo: Tropecé con una mujer, ella sonrío y fue todo. No la conozco, ni sé dónde vive. Me sonrió así, sin más. Luego se fue. Me sentí enfermo y vine a contártelo todo. El aire es frío, violento. La tempestad dentro de él también. Sigue caminando y cuenta los ojos que se detienen en su rostro, 5, 8, 17. A lo lejos, devisa dos gendarmes que se acercan con pasos rápidos. Esto es imposible, se dice. Dobla hacia una calle y luego hacia otra, piensa en llegar a casa antes de que la niebla inunde y confunda los callejones de la ciudad silenciosa.  

La habitación está a oscuras y no hay nadie, en el centro, sino él. De un momento a otro escucha la respiración tras la ventana, una silueta femenina se propaga a través de la claridad. ¿Puedes abrir? Él escucha, a lo lejos como un sueño. Qué quieres, pregunta. Intenta modular la voz para que suene exacta, sin temblores. Te vi hoy al bajar del autobús y te reconocí. Me reconoció, piensa. Antes de abrir la puerta, descorre la cortina para cerciorarse y es la misma mujer la que le devuelve la sonrisa. Desde hace tiempo te esperamos, le dice. Sé que bajo tu piel se esconde un color distinto a todo lo que existe. Él abre la puerta y una niebla difusa se cuela bajo los pies de la mujer que camina descalza. Entonces él, quizá por verla o por lo que ha dicho, se le dibuja una sonrisa genuina sobre su rostro y queda palpable como una cicatriz. Allá afuera, al norte, los camaradas te esperan. Se resiste a creer, él lo piensa todo como en un sueño. En verdad me esperan, piensa él. Se apresura hacia la puerta, sin más explicaciones. Quiere correr y perderse, ir más allá, cruzar el límite de esta ciudad donde no sonríen. Espera, previene ella. Ambos se detienen de súbito mientras escuchan pasos que se acercan. De pronto, una multitud aparece en el umbral cerrándoles el paso: todos tienen los ojos apagados y el rictus de la muerte sobre los labios. Estamos perdidos, piensa él, mientras sin querer cierra los ojos y  la abraza con precipitación.

                -¡Arréstenlo!, dice ella al fin. Lo ha confesado todo. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario