miércoles, 19 de julio de 2017

Se necesita luz en esta alcoba

Edgar Núñez Jiménez


Al entrar a la habitación, le invadió una urgencia por llorar, por tirarse de bruces en el suelo y esperar a que anocheciera, a que llegara Daniel a levantarla. Que tonta, pensó; cerró la puerta tras de sí y miró la llave por inercia. Será por esto, se dijo, por la habitación tan despoblada, lo que resulta absurdo, idéntico a un cuerpo obsoleto donde hay que guarecerse bajo la lluvia o a esas pieles de víboras que dan lástima sobre la arena de los desiertos. Se acostó en la cama para ver los detalles: el único cuadro de diez por cinco al lado izquierdo de la cama, el espejo rectangular cerca de la puerta del baño, las cortinas color crema que cubrían la ventana y la televisión sostenida desde una base metálica adosada a la pared. Encontró la cama tan cómoda y la habitación mal iluminada, sólo entonces supo que la satisfacción de haber llegado hasta esa ciudad con aires de provincia, a cuatro horas de la capital, le llegaba en dosis prolongadas de tristeza, de un dolor acerado pero irreal.
Es estúpido sentir esto, Daniel vendrá antes que anochezca. Abrió la mochila; eran cerca de las cuatro y necesitaba comer, se preguntó si era necesario sacar las piezas de ropa que llevaba consigo, para acomodarlas en el pequeño buró. Estaba sola. Era el silencio de la ciudad la que de pronto la hacía sentirse extraña y ajena. Se fue al baño para lavarse los dientes; se contempló durante unos minutos en el espejo y notó el cansancio en sus párpados. Arregló las toallas cerca del lavabo y revisó si había suficiente papel para limpiarse. Antes que anochezca, pensó, pero en esta noche no habría luna como la primera vez que la tomó con fuerzas, con desesperada urgencia. 
        Al no encontrar sobrecitos de jabón líquido, se arrepintió de no haber llevado consigo algunos; se desnudó y entró al chorro de agua fría, al menos tenía el pequeño jabón blanco para su cuerpo. No quiso cantar por temor a que alguien del otro lado la oyera, esperó el agua tibia, pero al tratar durante quince minutos y en vano, se apresuró a restregar su cuerpo porque la tarde caía irremediable aunque cálida. Se sorprendió, en efecto, de la calidez del sol, en esa ciudad donde la temperatura bajaba gradualmente según transcurría el día.
Cuando hubo salido del baño se alistó con la segunda ropa que llevaba en la mochila y como sentía la atmósfera cálida, se decidió por la blusa de mangas cortas pero precaviéndose se amarró la bufanda al cuello. Ya no sentía ganas de llorar; una incipiente felicidad le bailaba en los ojos. Salió a la calle apresurada, no podía perderse, al hotel había llegado preguntando a los escasos transeúntes que se topaban con ella. Daniel, Daniel, pensó, este es tu pueblo, tu ciudad que palpita en tu memoria. Y buscaba en cada calle, por las esquinas, debajo de los faroles, deseando encontrarlo. Daniel era alto y delgado, difícil de confundir; parecía que iba a romperse al dar un paso en falso, pero sus piernas delgadas soportaban el peso de su estructura, lo que ella recordaba con mayor precisión eran sus labios, de un ardiente latir por el grosor de su boca, anchos y desmesurados donde podía edificarse el mundo. Aquella noche le dijo temblando que tenía los labios rebosantes y él, con una aparente candidez, se limitó a sonreír.  
No supo en qué intermedio del recuerdo llegó al centro de la ciudad. En las orillas, donde las sombras se proyectaban, la temperatura se guarecía con frialdad en los rincones. Ella entendió que no caminaba sobre calles despobladas sino por silenciosos recodos en la memoria de Daniel. Entre los arbustos se alcanzaba a ver la figura ancha de la policía que horas antes, le había indicado las calles, para encontrar el hotel donde se hospedaba. Al pasar cerca de ella, le sonrió tímida y se echó andar bajo los portales. Esta ciudad mítica la estaba adueñando con cada pilastra y cada arco. En efecto, el aire raspaba al entrar por las narices; su pureza se confundía con el frío de las montañas que guarecían las sombras. 
         Comió en el último restaurante, bajo los portales, porque lo consideró económico y solitario, a esa hora los pájaros surcaban el aire buscando, en los árboles del parque, refugio. Cerca de las seis terminó y pagó la cuenta; sería distinto –pensó– si él hubiese venido a verme, a esperarme en una de las bancas donde ahora los estudiantes esperan a que fenezca la tarde. Rodeó las calles paralelas como si buscara a alguien, pero al ver que eran más de las seis subió rumbo al hotel, esquivando personas que la noche sacaba a borbotones por las aceras. Antes de llegar sacó el teléfono buscando rastros de Daniel, pero no encontró nada.  
Pasó el dintel de la entrada y en la recepción encontró un grupo de jóvenes que se inscribían en la bitácora, tembló porque tenía que pasar a través de ellos y no dejaban de mirarla. Se acomodó la bufanda fingiendo tranquilidad, en mitad del trayecto el camarero le retuvo a vista de todos: Debe dejar la llave cada vez que salga, le increpó. En los sillones otras personas esperaban, rodeadas de maletas, se sintió incómoda y quiso defenderse, enseguida tratando de disuadirlo dijo, No volverá a repetirse. Esquivó los rostros y llegó hasta la habitación; estaba fría y oscura, se tiró encima la cama y encendió la televisión para no escuchar el barullo de afuera. No me conocen pensó, nadie. Y revisó si el cuarto se encontraba como lo había dejado, abrió la mochila y buscó en el baño sus pertenencias. Sólo hasta entonces pudo darse cuenta que no podía asegurar la puerta desde dentro y no pudo reprimir un extraño pavor. Sin embargo, todo estaba en su sitio. No pueden quitarme nada, porque nada tengo, pensó. Y vio que eran cerca de las siete. 
Abrió la ventana para que el aire se limpiara; daba a un corredor que no la llevaba a ninguna parte, cuya puerta podía abrir desde dentro. Se recostó mirando el televisor. Estaba algo enfadada porque Daniel no la llamara y se le había olvidado preguntar de nuevo si había agua tibia porque quería bañarse. No pudo evitar el sueño; a la media hora despertó sobresaltada buscando en el teléfono algún mensaje de Daniel; al no encontrar nada, se le vino la idea de que probablemente había llegado a buscarla, salió a preguntar con el camarero. Volvió enseguida porque no encontró a nadie y aprovechó para informar a Daniel que estaba instalada desde las cuatro. Entonces sus esperanzas empezaron a cuartearse. Para adelantarse a cualquier vicisitud ideó esperarle a una calle del hotel o en el lobby, según la hora que decidiera llegar. Pero a las nueve, Daniel le informó que no llegaría esa noche porque esperaba a que su hermano menor llegara a casa.
           Entonces decidió salir a la calle. No olvidó dejar las llaves en la recepción y caminó despacio como si buscara a cualquier persona para platicar con ella. Fue en busca de un café, pero en los portales tardaron en atenderla, y algo molesta salió a los quince minutos rumbo al parque: allí la gente bailaba al compás de la marimba, se quedó quieta observando las parejas jóvenes que se encontraban de pronto con una felicidad inadmisible que a ella no dejaba de gustarle pero tampoco de dolerle. Después, buscó en derredor alguna cafetería, pero cuando por fin encontró una no quiso detenerse porque la vio demasiado lujosa y temió que la taza de un americano le hubiese salido más costoso que el viaje. 
        Decidió volver al hotel, pensando en el pago efectuado horas atrás, a lo mejor fuera necesario explicar al camarero que esa noche no llegaría nadie pero que en la noche siguiente sí. Deberá entenderme pensó, mañana pagaré lo de una persona nada más y tendrá que dejar que Daniel pase la noche conmigo. Urdió el plan necesario, pero cuando estuvo delante de recepción, creyó todo en vano y se limitó sólo a pedir la llave. El camarero le vio con lástima, intentó preguntarle por la otra persona que llegaría a la habitación; no lo hizo porque no era de su incumbencia y porque los turistas llegaban cerca de las tres de la mañana a exigir que fueran dirigidos a sus cuartos. Cuando ella llegó a su habitación jugó un rato con la almohada y se percató que la puerta sólo podía abrirse con llave desde fuera por lo que las noches resultaban cómodas y seguras.
         Al estar otra vez sola pensó en recoger sus pertenencias para marcharse al día siguiente muy de mañana. Entró al baño para recogerse el cabello y evitó el contacto con la toalla que esperaba, al igual que ella, a Daniel. Se secó con la suya y regresó a la cama. El cuarto estaba frío ya, por la ciudad se dejaba caer una niebla helada. Durmió lo que pudo, se despertó a ratos porque su sueño era inestable, venía a su mente la cara de Daniel llamándola, pidiéndole perdón. Al otro día el sol de las once le recibió y un nuevo mensaje de él en el teléfono. Le pedía que no se fuera ese viernes, que le esperara porque esa noche llegaría sin reticencias. Entonces ella volvió a alegrarse y antes de cualquier percance, decidió ducharse, para arreglar después la ropa sucia en la mochila vacía. 
         Salió al aire limpio y traslucido que se dejaba propagar en las calles, volvió a los portales donde se decidió por una hamburguesa pensando en economizar el dinero para volver a la capital el sábado por la mañana. Estaba tan rebosante que decidió, en su viaje de vuelta, sacrificar la estadía en otro pueblo de los Altos, con tal de esperarlo. Aunque el desayuno era bastante sobrio, lo paladeó con lentitud, masticando bien los trozos que se llevaba a la boca. Después regresó a sus andanzas, caminó hacia el oriente, del lado del teatro, buscando recintos que no había visto la noche anterior, preguntando por las artesanías y sus precios. Aunque cada vez se sentía amenazada por las miradas de los pueblerinos, decidió no regresar al hotel hasta las cuatro de la tarde después de haber comido en los portales, nuevamente, una platillo sencillo y económico. Cuando volvía al hotel, llamó a Daniel un par de veces pero fue en vano. Quince minutos más tarde él pidió disculpas diciendo que no podía contestar porque estaba en clases, entonces ella se contentó con imaginarlo dentro del salón, mientras escribía apuntes en el cuaderno. Pero a las ocho, cuando volvió a marcarle para preguntarle cómo se encontraba, no volvió a recibirle la llamada. 
          Entonces volvió al parque con la inocente ilusión de encontrarlo. Se sentó en los portales, pero otra vez nadie le atendió. Molesta entró a una tienda para comprar un té enlatado y caminó hacia el sur. Algunas cuadras más abajo, donde las calles se iban como diluyendo hacia el valle, decidió regresar. Al pasar de nuevo por el parque le informó a Daniel que si quería podía esperarle en alguna de las bancas, pero la respuesta de él fue contundente, no quería salir porque el cansancio lo agobiaba y que sería inútil encontrarle de buen humor a esas horas. Ella por temor de molestarlo le escribió que no se preocupara, que iba a esperarle en el hotel hasta las once, esperando no dormirse antes. Daniel no contestó y ella volvió al hotel con una esperanza de que esta vez si llegara, porque no era posible haberle ido a buscar a cuatro horas de distancia, para que él se comportara de esa manera. En recepción pasó a liquidar lo de esa noche y pagó por dos nuevamente, el camarero no se intrigó pero se limitó a pensar sobre los gustos raros y excentricidades que tienen los turistas. Ya en el cuarto, ella se recostó  pidiendo en silencio que llegara a verla un instante, para tocarle el rostro siquiera. A las doce se durmió con el celular en la mano y la televisión encendida.
         El sábado recogió sus cosas, se cepilló los dientes y esperó a que la camarera llegara a su puerta para avisarle que ella misma recogería su cuarto. Se metió a bañar y descubrió que la llave de agua caliente sí servía y entonces entibió el chorro de agua y por primera vez, en dos días, se bañó con agua tibia. Al salir, pensó en vestirse con el pantalón con el que había llegado y ponerse la única blusa que tenía limpia. A las once Daniel le pidió que la esperara, que en verdad necesitaba amarle esa noche, pero que últimamente la suerte no estaba a favor de ninguno de los dos. Entonces ella le pidió, casi suplicante, que le prometiera que si llegaría, que pagaría por última vez el alquiler del cuarto, pero que no podía quedarse otro día más porque su dinero escaseaba. Se quedó allí en el cuarto, un poco temblorosa y casi al borde del llanto, a esperar la respuesta de Daniel que llegó una hora después y se resumió en un sí, que lo esperara. A las doce del día el camarero tocó la puerta de la habitación, le informó que a la una de la tarde terminaba su estancia; salió a recibirle con la puerta entornada y le extendió los últimos billetes que le quedaba, pidió otra noche esquivando el rostro del camarero y cerró enseguida casi con vergüenza. 
         No salió a desayunar a los portales porque sólo tenía el dinero para volver a casa, se tomó lo que restaba del té enlatado y una manzana que había metido en su mochila a propósito. Vio la televisión todo el día y escuchó canciones al atardecer, pero a las seis decidió salir en los alrededores, y en su caminata visitó las iglesias que se fue encontrando. Cuando llegó hasta una iglesia de cúpulas altas y paredes amarillas, decidió pasar un gran tiempo dentro de ella, Daniel le informó que llegaría a las nueve y no a las seis como habían quedado desde el principio. Entonces ella le dijo que estaba en San Caralampio y que estaba dispuesta a esperarle ahí hasta las nueve. Daniel respondió con una carita feliz y un sí. 
         Allí le dieron las ocho, y tuvo que salir de la iglesia porque cerraban a esa hora. Se fue a sentar bajo la ceiba, erigida en el centro del atrio, cuyas ramas esparcidas en el cielo querían retener a una luna cada vez más grande. Allí estuvo una hora más, sintiéndose cada vez más sola, la temperatura bajó considerablemente. Triste, volvió sobre sus pasos, tardó en llegar al hotel porque en instante perdió la noción del espacio; caminó sin rumbo, calle tras calle, las calles resultaban tan angostas y oscuras, y los pueblerinos tan escasos y poco confiables, que por primera vez aparte de frío, sintió miedo. La espalda la tenía tensa y adolorida, pero caminó hasta encontrar el hotel y llegó a la cama a recostarse un poco. Dieron las once y fue a bañarse utilizando la toalla que esperaba la llegada de Daniel, tardó mucho en la ducha tibia porque lloró allí un poco y sentía una debilidad tremenda porque no había comido nada más que la manzana en todo el día. Cuando salió, secándose con la toalla limpia, notó que la habitación estaba más fría que de costumbre y fue a cerrar las persianas.                Buscó el celular pero al no encontrarlo, un pánico volvió a invadirle,  a lo mejor Daniel ya venía en camino buscándola en todos los hoteles; o bien, lo esperaba sonriente afuera del hotel, a una calle o sentado en el lobby con el camarero. De inmediato, se puso la ropa sucia de hacía un día y se amarró la bufanda al cuello, salió casi con un sobresalto pero en el lobby sólo el camarero cabeceaba frente a la televisión encendida. Entonces pensó que todo era imposible, que esto era un juego interminable.
         Ya en la habitación se dio ánimos con una pequeña carcajada, Que tonta, se dijo, Daniel no sabe en qué hotel me hospedo. Ni siquiera en el número de la habitación. Revolvió la cama y encontró el celular bajo la almohada que esperaba mudo y silencioso. Llegó la una de la mañana y no pudo dormir esa noche, Daniel no llegó, pero a las tres de la mañana le dijo que andaba enfermo, que estaba intoxicado pero que a la mañana siguiente se encontraría repuesto y la iría a ver desde temprano, que por favor no se precipitara. Lo que quedaba de noche ella ya no durmió y entendió ese último mensaje como algo que se estaba postergando como el destino. A las seis le pidió al camarero que quería quedarse otro día más pero que le faltaba dinero, le explicó lo de la ausencia de Daniel, pero no pudo conseguir nada. Entonces al ver la negativa, le dijo que abandonaría la habitación a la una de la tarde como estaba convenido, pero que esa mañana Daniel sí llegaría. Recogió sus cosas, guardó todo y dobló las toallas húmedas. Apagó la televisión que toda la noche había parloteado. Sin nada qué hacer y para esperar la hora de salida, leyó el contrato pegado detrás de la puerta, abrió hasta a propósito la puerta clausurada y allí espero bajo un sol tibio que no podía disipar el frío. 
          Cuando las doce cincuenta de la mañana apuntó en el reloj, ella fue con mochila en mano y las toallas dobladas para abandonar la habitación, pero el camarero le dio mucha lástima verla así y le pidió que se quedara por cortesía, que esa noche no pagaría ya alquiler alguno. Le dio toallas limpias y le dijo que esperara a su invitado en el lobby, que él no se molestaba en lo absoluto. Ella agradeció entre contenta y triste, pero decidió regresar al cuarto pero sin deshacer la maleta. Decidió dormir para no sentir hambre, quiso mandarle un último mensaje a Daniel pero el crédito del celular estaba agotado. Se negó a bajar a comprar una ficha para llamarle, que lo hiciera él pensó, no estoy enojada contigo sólo pido que vengas a despedirme siquiera. A las cinco de la tarde la despertó una llamada de él que no alcanzó a contestar, pero en un mensaje que llegó después le pidió que en los portales llegaría a las ocho de la noche. 
           Ella bajó a esperarle a la hora indicada pero Daniel no apareció por ningún lado, se metió a los portales por un café y pidió un pay de queso por favor, para mitigar el hambre. El café tardó media hora en ser servido pero el pay de queso nunca llegó, entonces ella le dijo al mesero lo que había pedido, pero este regresó diciendo que era imposible traerle un pay de queso. Entonces tráigame algo para comer, suplicó. No quedan más que platillos especiales, le dijo, todo lo que ve en esta lista, incluido el pay se ha terminado. Pagó los trece pesos del café americano y lo tomó con desesperada angustia, fue el café más amargo de su vida. Regresó al hotel, pasó a saludar al camarero en el lobby y se quedó a charlar un rato con él, éste al verle las mismas ropas con las que había caminado por más de cuatro días le invitó un café y un pedazo de pan que guardaba en la alacena. Luis Daniel no llegó ni a las diez ni a las once. Tampoco le dijo que volviera a casa porque el encuentro sería imposible. El camarero fingió no ver cómo ella comía hasta las migajas, pero por pudor no quiso preguntarle más por lo que sólo espero la despedida y el buenas noches de sus labios.
          Cansada llegó a su cuarto pero no encendió el televisor ni la luz. Ni siquiera quiso ir al baño porque era imposible y el nuevo mensaje de Luis Daniel decía lo mismo de todos los días, que llegaría a las doce en cuanto el hermano menor se durmiera. Ya no quiso ni contestar porque no podía, se recostó en la cama y sintió frío. Se acobijó. En esta habitación falta luz, pensó, sí que faltaba. Abrió los ojos, eran las once, faltaba una hora, ¿qué podía hacer para no dormirse?, imposible leer porque estaba cansada y la luz de la habitación era pálida y pobre. Sintió un poco de hambre y sueño, pero era la soledad la que lentamente la vencía, abrió de nuevo las ventanas y se quedó viendo el pasillo clausurado: vendrá a las doce, se dijo, sí…esta vez vendrá.