martes, 16 de agosto de 2016

Matusalén


Edgar Núñez Jiménez


Para Amaury David Sánchez Burelo

Porque dentro de siete días,
haré llover sobre la tierra…
Génesis 7:4

Acuérdate, Matusalén, que buscamos por mucho tiempo el lugar donde moraba la lluvia. Pero en los últimos días estabas un poco más cansado que de costumbre y tu humor se tornaba cada vez más insoportable. A pesar de tu carácter, reseco y árido, menos amoroso y delicado, tus ojos nunca perdieron esa bondad que resplandecía cada vez que parpadeabas.
Recuerdo el color de tus ojos; eran ellos los que presidían tu cuerpo. Aunque el color era de tierra levantada, una humedad jugueteaba dentro de ellos, impelida quizá por la nostalgia de la vida. No pudieron resecarse a pesar de los vientos que venían del norte, la miseria apenas pasaba suavizándolos con aparente timidez. Tu rostro, en cambio, se fue desmadejando con las horas, al igual que tu cuerpo; se resecó como los surcos arados después de la sequía y aprendí a leer en él lo que la tierra decía con sus grietas.
No sé por qué terminé creyéndote, quizá porque ante tu insistencia se sumaron los discursos que le dictabas a la noche, antes de dormirte. Escuchaba tus lamentos durante el día, cuando tumbado sobre la roca, espiabas arriba buscando las nubes. Creo que entre sueño y sueño tu idea se me fue metiendo y no tardó en germinar como una semilla; empecé así, sin saberlo, a quererte a la vez que tenía la misma urgencia por vagar como extranjeros lejos del arca.
Precisamente por eso me olvidé de derrumbar árboles como los otros pero tampoco decidí abandonarme a la pereza. Diariamente te acompañaba en tu búsqueda, cargando agua y alimento y sirviéndote de esclavo. Con el tiempo perdí la credibilidad de la gente y dejé de ser bien visto, entre los demás. Acuérdate que en los pueblos nos veían como forasteros y nos insultaban; sabían que eras de la estirpe que había sustituido al hombre cuya sangre clamaba sobre la tierra. Nos echaban brutalmente de los pueblos, no querían escuchar tus plegarias sobre la lluvia ni comprendían esa urgente necesidad por mirar la caída del agua. Nunca nos quisieron, Matusalén, y cuando volvíamos al campamento me daba pena mirar a los otros, cuyas manos hinchadas y salpicadas de llagas demostraban lo pesado de las faenas.
A ti nunca te importó eso. Preferías sentarte encima de una roca, entre las astillas, revisando el firmamento cargado de estrellas. Así se te iba el tiempo, durante la noche, hasta que en tus ojos parecía ahogarse la luz del cielo; yo advertía cómo temblaban tus pupilas dilatadas, cómo a través de ese mirar cansado y quieto se te iban yendo las palabras, las oraciones silenciosas. No podía soportarlo, todos dormían soñando esa jornada interminable de árboles caídos, entonces salía a caminar por los alrededores con la vista al suelo. Y a pesar del cansancio, caminaba sin rumbo hasta que regresaba con los sueños en los párpados.
Antes de que el sueño me atravesara como un cuchillo, me ponía a llorar por largos minutos, en silencio, hasta que el cansancio de mis lágrimas se iba sumando con el cansancio de mis pasos. Nunca te lo dije Matusalén, porque hubieses sido aún más miserable; tus noches se habrían tornado intranquilas, con retazos de pesadilla, intentando comprender el hecho misterioso de llorar. Por más que veía tus ojos, cuando la tristeza te embargaba, sólo veía en ellos cómo jugueteaba la nostalgia húmeda queriendo salir en una lágrima. No podías llorar, Matusalén, eso lo comprendí con el tiempo; desde entonces salía a llorar por mí y por ti, pensando en mis caminatas nocturnas que hubiese sido un alivio siquiera para ti saber cómo se llueve desde nuestros ojos.
En los últimos días tus fuerzas decrecieron considerablemente; te vi destruido, sin esperanzas, con los ojos cerrados al cielo. Logré decirte que nos faltaba ir un poco al sur, pero moviste la cabeza negativamente, querías ir al oriente. Desde un principio insististe pero me rehusé a pisar esa tierra de extranjeros. Al tercer día seguías todavía encima de la piedra. Ya por entonces las astillas estaban pisoteadas y sucias, los animales venían a tropel desde todas partes. Sólo proferías maldiciones a tus hijos, quienes se ocupaban en todo menos en tu deseo. Ni siquiera tu nieto te sirvió de consuelo, a pesar del nombre que ostentaba.
Faltaba poco para que la embarcación estuviera calafeteada por dentro, cuando insistí en llevarte hacia donde sale el sol. Entonces tus fuerzas volvieron, vinieron de muy lejos, como si tus novecientos años no te bastaran. Y al ponerte de pie, parecía que la tierra temblaba. Te apoyaste Matusalén, sobre mi hombro, y caminamos rumbo a donde los reflejos se hacían menos densos. Tu nieto me logró gritar que el viaje de vuelta sería imposible y que para entonces encontraríamos las puertas cerradas. No hay consuelo musitaste, meneando la cabeza de un lado a otro. La noche se tejía en esa parte del cielo, con una finísima filigrana de nubes. No paramos, aunque la oscuridad se volvió impenetrable con los pasos; por segunda vez, desde hacía mucho tiempo, volví a ver la esperanza resbalar sobre tu cara. Adentro, tu cuerpo pesado, iba desmoronándose lentamente como un montón de piedras, pero afuera se irradiaba cada vez más con una luz que no venía de ninguna parte.
A la mañana un viento helado nos recibió y el camino estaba más suave que de costumbre. Más adelante, la tierra se volvía más suelta e inestable. Acampamos delante del último árbol de ciprés que esperaba de pie; allí te tumbaste porque te dolían los talones llenos de llagas. No podía sino lamentarme, pero no quería llorar frente a tus pasos. Sólo suspirabas y no parabas de repetir que por fin verías a la lluvia. Por un momento, el silencio de la mañana se llenó del anhelo de un hombre y parecía entonces que llovían pero palabras, como cuando se creó al mundo. Te fue invadiendo el sueño Matusalén, fuiste guardando en la desconocida oscuridad los dos pedazos de tierra que te guardabas en los ojos. Parecías pleno, lleno de una paz infinita que era tan sólo comparable a la de una urgencia desmedida. Ya no pudiste más Matusalén, a la hora los pájaros te espantaron el sueño y vimos un torbellino de plumas dirigirse de donde habíamos salido. Más adelante el camino se volvía pantanoso y un aire helado se venía retorciendo entre las piedras de aquella tierra extranjera. No podemos más, me dijiste y me acariciaste el cabello sintiendo un rumor de lluvia que se fabricaba en todas partes.
Allí sentí que el sueño deshecho se volvía agua en mis entrañas. Te quedé viendo a los ojos, para que te comiera con los míos esa tristeza que no podías sino enterrar entre tus surcos de polvo árido. Ya no, me dijiste. Te agarré entonces de la mano y corrí hacia donde se dirigían las pezuñas de las bestias. Cayeron los primeros relámpagos y vi la tierra azotada por un cinturón de aire. Entonces sentí que tu cuerpo me detenía, tu fortaleza hecha polvo, los dedos de tus pies rotos como astillas de ciprés. Era una masa de piedras fragmentadas que terminaban de deshacerse e iban cayendo con una lentitud dolorosa. Allí quedaste con la cara vuelta al cielo, enterrado tu deseo de lluvia encima de una tierra ya inestable. No pude pensar más que en regar con rocas la flor seca que representaba tu cuerpo. Amontoné piedras de todo tipo, temiendo que los animales pudieran devorar lo que quedaba de ti.

No te lloré Matusalén. Quise llevar la brea que conseguí cerca del pantanal, pero la creí innecesaria. Había pensado untar un poco las paredes de madera para sentirme útil, pero la tiré encima de tus piedras, creyendo hacer de ti un cuerpo incorrupto. Además la brea no serviría en ningún rincón del arca, con su puerta tapiada. Caminé hacia el campamento, olvidando para siempre la tierra de Nod. Corrí hacia el arca, Matusalén, con todas mis fuerzas. Sobrevolaban pájaros encima de mí y a lo lejos, tras las frondas, los mugidos lastimeros presagiaban la tormenta. Corrí, Matusalén, olvidando, recordando tus ojos de tierra levantada mientras mis ojos lloraban por fin, a borbotones. Pensaba en relatar tu historia, en cómo sería el océano cuando se juntara con la tormenta. A qué sabría el agua de la lluvia, si su dulzura podría acabar con la sal del mundo. Pero no era necesario pensar en todo eso. No era necesario. El agua lavaba las lágrimas de mi rostro. Escondí la vista entre mis rodillas, postrado en la tierra húmeda ya. Y la lluvia Matusalén, parecía la palma de la mano de un hombre que subía del mar. Acuérdate, Matusalén, así era, acuérdate. 


5 comentarios:

  1. Llegue a tu blog para conocerte y agradecerte tu visita.

    Verdaderamente tu relato, cuento, prosa me parece una belleza. Quedo invitada para seguir leyéndote. Te sigo.

    Un gusto leerte.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Cuando las ideas ajenas fallan, mejor intentarlo con las propias.

    Excelente relato.

    Nos leemos,

    J.

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