Edgar Núñez Jiménez
Para Amaury David Sánchez Burelo
Porque dentro de siete días,
haré llover sobre la tierra…
Génesis 7:4
Acuérdate, Matusalén, que buscamos por
mucho tiempo el lugar donde moraba la lluvia. Pero en los últimos días estabas
un poco más cansado que de costumbre y tu humor se tornaba cada vez más
insoportable. A pesar de tu carácter, reseco y árido, menos amoroso y delicado,
tus ojos nunca perdieron esa bondad que resplandecía cada vez que parpadeabas.
Recuerdo el
color de tus ojos; eran ellos los que presidían tu cuerpo. Aunque el color era
de tierra levantada, una humedad jugueteaba dentro de ellos, impelida quizá por
la nostalgia de la vida. No pudieron resecarse a pesar de los vientos que
venían del norte, la miseria apenas pasaba suavizándolos con aparente timidez.
Tu rostro, en cambio, se fue desmadejando con las horas, al igual que tu
cuerpo; se resecó como los surcos arados después de la sequía y aprendí a leer
en él lo que la tierra decía con sus grietas.
No sé por qué
terminé creyéndote, quizá porque ante tu insistencia se sumaron los discursos
que le dictabas a la noche, antes de dormirte. Escuchaba tus lamentos durante
el día, cuando tumbado sobre la roca, espiabas arriba buscando las nubes. Creo
que entre sueño y sueño tu idea se me fue metiendo y no tardó en germinar como
una semilla; empecé así, sin saberlo, a quererte a la vez que tenía la misma urgencia
por vagar como extranjeros lejos del arca.
Precisamente por
eso me olvidé de derrumbar árboles como los otros pero tampoco decidí
abandonarme a la pereza. Diariamente te acompañaba en tu búsqueda, cargando
agua y alimento y sirviéndote de esclavo. Con el tiempo perdí la credibilidad
de la gente y dejé de ser bien visto, entre los demás. Acuérdate que en los
pueblos nos veían como forasteros y nos insultaban; sabían que eras de la
estirpe que había sustituido al hombre cuya sangre clamaba sobre la tierra. Nos
echaban brutalmente de los pueblos, no querían escuchar tus plegarias sobre la
lluvia ni comprendían esa urgente necesidad por mirar la caída del agua. Nunca
nos quisieron, Matusalén, y cuando volvíamos al campamento me daba pena mirar a
los otros, cuyas manos hinchadas y salpicadas de llagas demostraban lo pesado
de las faenas.
A ti nunca te
importó eso. Preferías sentarte encima de una roca, entre las astillas,
revisando el firmamento cargado de estrellas. Así se te iba el tiempo, durante
la noche, hasta que en tus ojos parecía ahogarse la luz del cielo; yo advertía
cómo temblaban tus pupilas dilatadas, cómo a través de ese mirar cansado y
quieto se te iban yendo las palabras, las oraciones silenciosas. No podía
soportarlo, todos dormían soñando esa jornada interminable de árboles caídos,
entonces salía a caminar por los alrededores con la vista al suelo. Y a pesar
del cansancio, caminaba sin rumbo hasta que regresaba con los sueños en los
párpados.
Antes de que el
sueño me atravesara como un cuchillo, me ponía a llorar por largos minutos, en
silencio, hasta que el cansancio de mis lágrimas se iba sumando con el
cansancio de mis pasos. Nunca te lo dije Matusalén, porque hubieses sido aún
más miserable; tus noches se habrían tornado intranquilas, con retazos de
pesadilla, intentando comprender el hecho misterioso de llorar. Por más que
veía tus ojos, cuando la tristeza te embargaba, sólo veía en ellos cómo
jugueteaba la nostalgia húmeda queriendo salir en una lágrima. No podías
llorar, Matusalén, eso lo comprendí con el tiempo; desde entonces salía a
llorar por mí y por ti, pensando en mis caminatas nocturnas que hubiese sido un
alivio siquiera para ti saber cómo se llueve desde nuestros ojos.
En los últimos
días tus fuerzas decrecieron considerablemente; te vi destruido, sin
esperanzas, con los ojos cerrados al cielo. Logré decirte que nos faltaba ir un
poco al sur, pero moviste la cabeza negativamente, querías ir al oriente. Desde
un principio insististe pero me rehusé a pisar esa tierra de extranjeros. Al
tercer día seguías todavía encima de la piedra. Ya por entonces las astillas
estaban pisoteadas y sucias, los animales venían a tropel desde todas partes.
Sólo proferías maldiciones a tus hijos, quienes se ocupaban en todo menos en tu
deseo. Ni siquiera tu nieto te sirvió de consuelo, a pesar del nombre que
ostentaba.
Faltaba poco
para que la embarcación estuviera calafeteada por dentro, cuando insistí en
llevarte hacia donde sale el sol. Entonces tus fuerzas volvieron, vinieron de
muy lejos, como si tus novecientos años no te bastaran. Y al ponerte de pie,
parecía que la tierra temblaba. Te apoyaste Matusalén, sobre mi hombro, y
caminamos rumbo a donde los reflejos se hacían menos densos. Tu nieto me logró
gritar que el viaje de vuelta sería imposible y que para entonces
encontraríamos las puertas cerradas. No hay consuelo musitaste, meneando la
cabeza de un lado a otro. La noche se tejía en esa parte del cielo, con una
finísima filigrana de nubes. No paramos, aunque la oscuridad se volvió
impenetrable con los pasos; por segunda vez, desde hacía mucho tiempo, volví a
ver la esperanza resbalar sobre tu cara. Adentro, tu cuerpo pesado, iba
desmoronándose lentamente como un montón de piedras, pero afuera se irradiaba
cada vez más con una luz que no venía de ninguna parte.
A la mañana un
viento helado nos recibió y el camino estaba más suave que de costumbre. Más
adelante, la tierra se volvía más suelta e inestable. Acampamos delante del
último árbol de ciprés que esperaba de pie; allí te tumbaste porque te dolían
los talones llenos de llagas. No podía sino lamentarme, pero no quería llorar
frente a tus pasos. Sólo suspirabas y no parabas de repetir que por fin verías
a la lluvia. Por un momento, el silencio de la mañana se llenó del anhelo de un
hombre y parecía entonces que llovían pero palabras, como cuando se creó al
mundo. Te fue invadiendo el sueño Matusalén, fuiste guardando en la desconocida
oscuridad los dos pedazos de tierra que te guardabas en los ojos. Parecías
pleno, lleno de una paz infinita que era tan sólo comparable a la de una
urgencia desmedida. Ya no pudiste más Matusalén, a la hora los pájaros te
espantaron el sueño y vimos un torbellino de plumas dirigirse de donde habíamos
salido. Más adelante el camino se volvía pantanoso y un aire helado se venía
retorciendo entre las piedras de aquella tierra extranjera. No podemos más, me
dijiste y me acariciaste el cabello sintiendo un rumor de lluvia que se
fabricaba en todas partes.
Allí sentí que
el sueño deshecho se volvía agua en mis entrañas. Te quedé viendo a los ojos,
para que te comiera con los míos esa tristeza que no podías sino enterrar entre
tus surcos de polvo árido. Ya no, me dijiste. Te agarré entonces de la mano y
corrí hacia donde se dirigían las pezuñas de las bestias. Cayeron los primeros
relámpagos y vi la tierra azotada por un cinturón de aire. Entonces sentí que
tu cuerpo me detenía, tu fortaleza hecha polvo, los dedos de tus pies rotos
como astillas de ciprés. Era una masa de piedras fragmentadas que terminaban de
deshacerse e iban cayendo con una lentitud dolorosa. Allí quedaste con la cara
vuelta al cielo, enterrado tu deseo de lluvia encima de una tierra ya
inestable. No pude pensar más que en regar con rocas la flor seca que
representaba tu cuerpo. Amontoné piedras de todo tipo, temiendo que los
animales pudieran devorar lo que quedaba de ti.
No te lloré
Matusalén. Quise llevar la brea que conseguí cerca del pantanal, pero la creí
innecesaria. Había pensado untar un poco las paredes de madera para sentirme
útil, pero la tiré encima de tus piedras, creyendo hacer de ti un cuerpo
incorrupto. Además la brea no serviría en ningún rincón del arca, con su puerta
tapiada. Caminé hacia el campamento, olvidando para siempre la tierra de Nod.
Corrí hacia el arca, Matusalén, con todas mis fuerzas. Sobrevolaban pájaros
encima de mí y a lo lejos, tras las frondas, los mugidos lastimeros presagiaban
la tormenta. Corrí, Matusalén, olvidando, recordando tus ojos de tierra
levantada mientras mis ojos lloraban por fin, a borbotones. Pensaba en relatar
tu historia, en cómo sería el océano cuando se juntara con la tormenta. A qué
sabría el agua de la lluvia, si su dulzura podría acabar con la sal del mundo.
Pero no era necesario pensar en todo eso. No era necesario. El agua lavaba las
lágrimas de mi rostro. Escondí la vista entre mis rodillas, postrado en la
tierra húmeda ya. Y la lluvia Matusalén, parecía la palma de la mano de un
hombre que subía del mar. Acuérdate, Matusalén, así era, acuérdate.