Un hombre
tropieza al bajar del autobús y al levantar la vista ve a una mujer sonriendo. El
gesto le hace dar dos pasos hacia atrás, pero la multitud que se baja con él lo
empuja de nuevo hacia adelante. La mujer sigue riendo, permanece inmóvil pese a
la multitud que se abalanza con pasos duros hacia ella. Por Dios, piensa él, es
una locura. El alud de pasos parece sepultarla o eso cree ver él, quien a
empujones se abre paso hacia atrás, huyendo de su presencia, es decir de su sonrisa,
es decir de su verdad.
Se
detiene a respirar lejos de la multitud; aún siente un leve temblor en sus
manos. Camina despacio, disimulando tranquilidad. Tropieza con otras multitudes
que le devuelven una mirada áspera. Necesita verse el rostro, siente ya un leve
hormigueo jugar sobre sus labios e instalarse en la comisura de la boca. El
parque, a lo lejos, se yergue con árboles raquíticos y centinelas. No, no puedo
claudicar ahora, piensa mientras aprieta el paso. Comienza una lluvia ligera
que le ensucia los zapatos. Los rostros duros le ven tras las gotas que caen.
Por primera vez siente no ser indiferente a ellos, esos ojos vacíos le buscan,
lo retratan con insistencia.
Alcanza
a llegar al parque. Duda en seguir hacia el norte o buscar a un centinela y
explicarlo todo: Tropecé con una mujer, ella sonrío y fue todo. No la conozco,
ni sé dónde vive. Me sonrió así, sin más. Luego se fue. Me sentí enfermo y vine
a contártelo todo. El aire es frío, violento. La tempestad dentro de él
también. Sigue caminando y cuenta los ojos que se detienen en su rostro, 5, 8,
17. A lo lejos, devisa dos gendarmes que se acercan con pasos rápidos. Esto es
imposible, se dice. Dobla hacia una calle y luego hacia otra, piensa en llegar
a casa antes de que la niebla inunde y confunda los callejones de la ciudad
silenciosa.
La habitación
está a oscuras y no hay nadie, en el centro, sino él. De un momento a otro
escucha la respiración tras la ventana, una silueta femenina se propaga a
través de la claridad. ¿Puedes abrir? Él escucha, a lo lejos como un sueño. Qué
quieres, pregunta. Intenta modular la voz para que suene exacta, sin temblores.
Te vi hoy al bajar del autobús y te reconocí. Me reconoció, piensa. Antes de
abrir la puerta, descorre la cortina para cerciorarse y es la misma mujer la
que le devuelve la sonrisa. Desde hace tiempo te esperamos, le dice. Sé que
bajo tu piel se esconde un color distinto a todo lo que existe. Él abre la
puerta y una niebla difusa se cuela bajo los pies de la mujer que camina
descalza. Entonces él, quizá por verla o por lo que ha dicho, se le dibuja una
sonrisa genuina sobre su rostro y queda palpable como una cicatriz. Allá
afuera, al norte, los camaradas te esperan. Se resiste a creer, él lo piensa
todo como en un sueño. En verdad me esperan, piensa él. Se apresura hacia la
puerta, sin más explicaciones. Quiere correr y perderse, ir más allá, cruzar el
límite de esta ciudad donde no sonríen. Espera, previene ella. Ambos se
detienen de súbito mientras escuchan pasos que se acercan. De pronto, una multitud
aparece en el umbral cerrándoles el paso: todos tienen los ojos apagados y el
rictus de la muerte sobre los labios. Estamos perdidos, piensa él, mientras sin
querer cierra los ojos y la abraza con
precipitación.
-¡Arréstenlo!, dice ella al fin.
Lo ha confesado todo.