Edgar Núñez Jiménez
I
La
tradición del poema breve japonés es antiquísima y emerge en un territorio del
que apenas conocemos la fachada; por ello mismo, la definición y, más aún, la
traducción del haikú en occidente, solo puede ser imprecisa. Las definiciones
del haikú son tan variadas y tan sugerentes como el haikú mismo; es el peso de
un aroma en el aire (Paul Valery), el punto de intersección entre lo constante
y un momento eterno (Donald Keene) o “un guijarro arrojado al estanque de la mente
del oyente, que evoca asociaciones en su memoria” (Watts en Cuartas, 2005, p.
11-12). Sin embargo, las disertaciones
de los poetas y estudiosos concluyen en la tendencia minimalista, la sugerencia
que anuncia o revela el estado de las cosas y el tono impresionista en la que
capta los elementos que aprehende. En un haikú se revela lo que está pasando
aquí y ahora, lo que está sucediendo en un momento determinado al cual el
espectador es invitado (Cuartas, 2005, p. 32). O bien es “un momento satoria o de iluminación, al cual, dice
el Zen, se puede llegar instantáneamente sin estados previos” (Arrellano, 2010,
p. 16).
El haikú es un poema breve de 17 sílabas (5-7-5,
según la regla) que se desprende de un poema mayor llamado Tanka: la diferencia
estriba en que el Tanka es dueño de dos versos más de siete sílabas que le
sirven de complemento o comentario. El poeta Soogi (1421-1502) es quien
iniciaría con la separación de los tres primeros versos llamado hokku, otorgándole una importancia y
autonomía propia. Matshuo Basho, Yosa Buson, Issa Kobayashi y Shiki Masaoka serían
los grandes reformadores del género.
El haikú como expresión poética está
amparada bajo el halo de la sugerencia y de la contemplación; el escrutinio de
la razón desaparece y deja paso a la sensibilidad y a la experiencia de los
sentidos. El poeta sintetiza la grandeza del mundo en tres versos, penetra en
la intimidad y muestra la vida de las cosas. El haikú se moverá entonces en un
momento de iluminación o reconocimiento del ser ante el mundo, principalmente
de dos maneras: desde una tendencia minimalista que contempla de manera
obsesiva lo pequeño, o que ve al mundo desde espacios estrechos, como en el
caso de Issa Kobayashi; o bien, desde una abertura mayor que asimila paisajes
inmensos, estaciones del año y el fluir continuo del tiempo, como en Basho.
II
En
las primeras páginas de la novela Nieve,
Maxence Fermine nos presenta a Yuko un joven de 17 años que, salvada su
educación ética, debe elegir entre la religión o la guerra. A decepción de su
padre, el joven no elige ni una ni otra cosa, pretende consagrarse en el arte
del haikú. El padre de Yuko, un monje
sintoísta, con un gesto de decepción le informa a su hijo que el ser haijín no
es un oficio, sino un pasatiempo. El joven, seguro de sí mismo, responde: “es
lo que quiero hacer. Quiero aprender a mirar cómo pasa el tiempo”.
La figura del poeta contemplativo, resumiría en gran
medida al hacedor de haikú; sumando las otras características, como la economía
del lenguaje, la reducción de un universo vasto, sea visual o sensorial, a
escasos tres versos y 17 sílabas, la sugerencia y la captación casi
impresionista de las cosas. Antonio Guzmán es el joven Yuko, que decide ante
todo, a aprender cómo pasa el tiempo y más aún, a detenerlo en la instantánea
del haikú. En Vivir como fuego,
Guzmán Gómez ha hecho suya esa tradición poética oriental y la ha trasladado a
su espacio: tanto interior como exterior. El haikú, lejos del contexto oriental
en el que nació, se ve amparado ahora de la mano de un poeta tzeltal que no
interroga al mundo, sino la contempla. Shiki Masaoka (1867-1902) el último gran
reformador de la poesía japonesa, apelaba precisamente a la inserción de otras
culturas y otros lenguajes para que el tanka pudiera universalizarse y
trascender esa esfera cerrada y tradicionalista del Japón. “Toda palabra que
pueda expresar belleza —escribió Shiki enfáticamente— es una palabra apropiada
para el tanka; no hay otras palabras para el tanka. Sean chinas u occidentales, todas las
palabras que puedan usarse literariamente, pueden ser consideradas como
pertenecientes al vocabulario del tanka” (Cuartas, 2005, p. 183). De allí que
ingeniosamente, Antonio Guzmán inaugure la primera parte de su libro con cuatro
tankas, delineadas en lengua tzeltal y traducidas por el mismo autor, al
español; este hecho reactualiza la tradición japonesa, bebe de ella pero la
transforma.
Lo interesante en Antonio Guzmán es el diálogo que entabla
con su propio entorno y con la tradición oriental. Sus poemas tienden en la
mayoría de los casos a la apertura mayor, dejando de lado los espacios
pequeños, las aberturas estrechas y los insectos diminutos. Esta adhesión a los
lugares abiertos, lo aleja de la cotidianeidad de Issa pero lo acerca a las
contemplaciones de Basho; con éste último comparte también el sentimiento de
fugacidad, de mutabilidad y del paso del tiempo. Ya en el título se centra esta
preocupación: Guzmán ha elegido la figura del fuego como permanencia pero
también como transitoriedad, como algo que está en una permanencia cambiante,
en una transformación constante en su propio consumir. Bajo esta dicotomía de
estabilidad y movimiento, más de fluir que de estatismo, Guzmán traza los
poemas con la conciencia del tiempo y de lo efímero.
Aunado a esto, Guzmán logra sortear bien los
tropiezos de la simplicidad, penetrar en el misterio y ejecutar en la brevedad
la elegancia de los versos, la perpetración de las imágenes y conseguir la
tranquilidad del haijín; pero sobre todo logra abstraerse del mundo, regodearse
en la soledad para llegar al desapego de la materialidad y ver la realidad de
manera espontánea, sin forcejeos. Estos elementos eran defendidos a ultranza
por Basho, encaminado más a una religión que a un manual para hacer haikú.
Guzmán también apela, en la tercera parte de su
libro, a una permanencia y a un estatismo, que de la contemplación alude a la
interrogación, a la introspección. El movimiento es apenas perceptible bajo el
bloque de la inmovilidad.
“La sed del hombre
es una con el agua,
bajo su pecho”
Aunque se haya dicho hasta el
cansancio que el elemento vital del haikú es la sugerencia y no la reflexión,
Kamijima Onitsura (1661-1738) propugnó por una interioridad y un fervor a la
desnudez de las cosas no en su fluir sino en su permanencia. Onitsura, un poco
más reflexivo y ontológico “concentra su atención en la noción constituyente
del ser de las cosas, en lo que estas son, no en lo que dejan de ser o en lo
que se transforman” (Cuartas, 2005, p. 83). Guzmán apela a ese mismo
procedimiento y ya no en la movilidad de las cosas, sino en su estatismo, va
interrogándose o planteando imágenes que lejos de plasmar un hecho lo descubre
de manera reflexiva.
Con Issa Kobayashi y Yosa Buson,
Guzmán también entabla un diálogo interesante: con el primero, al llegar a un
nivel de comprensión y empatía ante la fatalidad o precariedad de los otros; en
el último apartado del libro, se puede rastrear la figura comprensiva del poeta
ante el luto y el desamparo. De Yosa Buson, Guzmán extrae la convivencia de los
contrarios e intenta por alcanzar el cuidado minucioso de la forma y el estilo.
III
Alejandro
Aldana, en el prólogo a Vivir como fuego,
traza las particularidades que hacen diferente la poesía de Guzmán respecto a
la tradición japonesa: una de ellas es la introducción del yo lírico, figura
que trataba de ser disuelta en los poetas japoneses, debido a la ausencia de
egocentrismo estipulado en el budismo zen. En el primer apartado del libro,
Guzmán inicia los poemas desde su intimidad, para después ir engarzando la
mirada hacia otro sujeto que el poeta contempla. Es decir, parte casi de una
subjetividad romántica, para después desplazar su mirada hacia un sujeto lírico
en donde se ve reflejado; salvada esas impresiones, el poeta se abre ante la
inconmensurabilidad del tiempo y del mundo.
La presencia del claroscuro apuntado en los primeros
versos del libro, se mantiene hasta en las últimas páginas. El fuego es la
imagen que vertebra todo el poemario y de trasfondo, aparece la oscuridad: a
partir de allí se van condensando otros idearios como la vida, la muerte, el
tiempo, su finitud, la estabilidad y el movimiento. Igual que una pintura
japonesa, los trazos negros no se imponen a la blancura del papel.
Dejando de lado los cuatro primeros tankas, la
evolución del haikú en Guzmán opera a manera de un viaje interior, hacia el
exterior; pasando por diferentes estadios: al igual que el fuego, tarda en
propagarse, en encender las brasas; salta después hacia afuera en chisporroteos
intensos. La llamarada da paso a un calor estable o a una aparente inmovilidad,
se consume a sí misma para dar después testigo de la muerte, de los rescoldos y
las brasas que apenas titilan el recuerdo del fuego.
Bibliografía
Arellano Aguirre, Diana
Cristina (2010). Aproximación a la
naturaleza del haikú mexicano en su primera década de existencia (1919-1926)
[Tesis de licenciatura]. Universidad Nacional Autónoma de México
Cuartas Restrepo, Juan
Manuel (2005). Los 7 poetas del haikú.
Cali, Colombia: Universidad del Valle.
Fermine, Maxence
(2010). Nieve. Madrid, España:
Anagrama.
Guzmán Gómez, Antonio
(2016). Vivir como fuego (Col.
Ts´ib-jaye, Textos de los pueblos originarios). Tuxtla Gutiérrez, Chiapas:
Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas y Centro Estatal de
Lenguas, Arte y Literatura Indígenas.
Svanascini, Osvaldo
(2008). Tres maestros del haikú (Col.
Poesía del Mundo, Serie Antologías), Caracas, Venezuela: Fundación editorial El
perro y la rana.